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Los siete ensayos de Miguel Ángel Huamán


Acabo de leer la nota que mi amigo Miguel Ángel Huamán ha escrito a una lamentable antología sobre narrativa peruana, editada por Gustavo Faverón, bajo el título de Toda la sangre: cuentos peruanos de la violencia política. Aún me cuesta creer que intelectuales de su talla traten académicamente –es decir, seriamente- trabajos que no resisten la menor crítica, ni siquiera las lanzadas desde los más bajos fondos de la red, lugar frecuentado por los interlocutores válidos y directos del referido editor. Con la intención de recordarle a Miguel Ángel antiguos intereses, temas y opiniones sobre la literatura peruana, posteo una reseña que escribí a su último libro Siete estudios de interpretación de la Literatura Peruana. Una académica forma de invitarlo a no desperdiciar balas en gallinazos.

El último libro de Miguel Ángel Huamán (Lima, 1950) Siete estudios de interpretación de la Literatura Peruana (Lima, Fondo Editorial de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la UNMSM. 2005), constituye, en más de un sentido, un cálido homenaje a José Carlos Mariátegui (Lima, 1895 - 1930). Y no sólo por la explícita referencia al clásico libro del Amauta Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (Lima, 1928), sino por la perspectiva culturalista -de cuño neomarxista- que domina sus reflexiones, su espíritu reivindicativo de la cultura andina y su afán polémico.

Aunque el libro se compone de un conjunto de estudios publicados entre 1999 y 2005 en diversas revistas especializadas, debido a los temas que trata, la perspectiva crítica y preocupaciones comunes, no deja de tener cierta unidad. Incluso, se puede notar un afán por elaborar una suerte de cartografía de la problemática de la literatura peruana, cuyos centros temáticos son José María Arguedas, la narrativa andina de los años ochenta y noventa y la crítica literaria peruana.

Su lectura de la producción poética, narrativa y ensayística de José María Arguedas resulta reivindicativa e interesada en cimentar, aún más, su posición central en la reflexión sobre la cultura andina peruana. Por ejemplo, su lectura de la poesía de Arguedas se desarrolla en el marco de una reflexión sobre las tensiones entre los procesos de modernización social y cultural de corte occidental y los mecanismos de resistencia cultural andina. “La repercusión simbólica de la poesía de Arguedas en nuestra cultura es innegable –afirma Huamán. Más aún cuando los intentos de modernización en curso parecen obviar el debate sobre el tipo de modernidad al que debemos aspirar. La estética andina, funcional en tanto no se conceptúa como un fin en sí mismo, sino como una estrategia que posibilita la aparición de valores complementarios como la verdad y el conocimiento, ofrece la tentación de una fácil resolución de nuestros problemas. (…) El discurso estético permite avizorar a una modernidad desde nuestras raíces antiguas, un proyecto nacional donde se asuma la diversidad de nuestra heterogeneidad social y cultural, una nacionalidad e identidad que se contraponga al exterminio y postergación de una parte de nuestra población” (pp. 20).

Una ampliación de estas ideas se revela en el texto “Arguedas o el vuelo de la pluma”, donde vuelve a subrayar el carácter central e, incluso, de “horizonte simbólico inédito”, de la obra arguediana. Afirma Huamán: “Todo lo señalado, nos permite afirmar en términos globales, a título de conclusión, lo siguiente: la temática de lo nacional y la nacionalidad articula en la escritura arguediana la vida y la obra, otorgándole su unidad aparente por encima de las diferencias entre lo ficcional y lo no – ficcional, entre lo literario y lo ensayístico, Arguedas, en ese sentido, formaliza en sus escritos un horizonte simbólico inédito, desde el cual es posible pensar y vivir todas las sangres como él las llamaba” (pp. 32).

Sobre esta certidumbre, Arguedas como centro de la cultura andina, desarrollará el tema de la narrativa andina, otorgándole las mismas valencias: “Tal vez el fortalecimiento [de] la narrativa andina, su estudio y difusión como escritura utópica nos permita avanzar en el sueño de una integración nacional y regional. Esa ha sido la intención de esta reflexión: proponer esta lectura inicial del proceso de nuestras literaturas como muestra de la capacidad que contiene la palabra literaria de imaginar un tiempo posible donde la integración entre nuestros países y regiones sea posible” (pp. 49). Esta observaciones se ampliarán en el texto “Tradición narrativa y modernidad cultural peruana”, donde afirma que: “ Al contrario de los que avizoran un futuro confuso y disperso, creemos que las posibilidades de nuestra narrativa en los tres ejes de tratamiento de nuestra modernidad literaria: la racionalización patente en la capacidad de crítica desde nuestra tradición, la secularización expresada en el poder del diálogo de la creación verbal y la individuación que implica la dimensión estética para la cultura del mañana. Los escritores y lectores de las primeras décadas de nuevo milenio tal vez participen de una literatura peruana pujante, cuya conciencia e imaginación sea un factor decisivo para el logro de nuestro desarrollo y libertad como nación. El tiempo lo dirá” (pp. 89).

Cultura andina, racionalidad histórica, ética y utopía son términos que Huamán relaciona en más de una oportunidad para sustentar, más que una tesis que exige una demostración en el plano analítico, una posición intelectual, cargada de ideología, sentido histórico y ética. Esta dimensión de su reflexión lo revela en textos como “La literatura como institución social”, en el que afirma: “Por todo lo señalado se hace evidente que la literatura como institución social en el Perú mantiene formas de interacción social que no se corresponden con la cultura moderna. No debe sorprendernos que nuestra actividad artístico-literaria esté aún en el nivel de la formación social; es decir, del taller; el grupo, el movimiento, la exposición, etc. Si nuestra democracia y capitalismo son tardíos e incipientes, parece lógico que nuestro proceso cultural exprese dicho anacronismo. Asimismo, no debe sorprendernos que nuestra actividad educativa literaria esté en crisis y bajo criterios del siglo XIX (biografismo, impresionismo, esencialismo, etc.) y que la actividad cognoscitiva de la investigación literaria recién pugne por constituirse como comunidad científica e intente desterrar de la práctica académica viejos prejuicios oligárquicos y actitudes corporativas” (pp. 102-103).

Pero donde se hace más patente esta posición intelectual es en el último artículo, “Contra la ´crítica del susto` y la ´tradición del ninguneo`”. Empieza determinando el sentido de “crítica del susto”: “Designo por tanto con el nombre de crítica del susto a cierta práctica discursiva que al amparo del evidente prestigio que los estudios literarios han logrado al incorporar categorías y conceptos provenientes de las ciencias del lenguaje, la semiótica o la epistemología se arroga la posesión de la verdad y el método científico en el terreno de las humanidades. Califican en términos negativos e injuriosos cualquier otra forma de asumir la labor interpretativa y con desmesura se proclaman en posesión de la única verdad” (pp. 116-117). Y por “tradición del ninguneo”: “Si esta creencia retrógrada [la tradición del ninguneo] pudiera verbalizar su propia actitud lo haría así: “nadie, salvo yo (es decir el usuario de esta postura intelectual) sabe algo sobre este u otro tema; soy lo máximo, un genio y los demás son ninguno, es decir nada, basura, cero. Por lo tanto, nadie sin mi autorización o consulta puede atreverse a abordar mi propiedad intelectual, y si lo hace es un incauto, peor si no cita mis insuperables libros o artículos” (pp. 126).

Luego de personalizar estas conductas “críticas” en las figuras de Enrique Ballón Aguirre y Birger Angvik, críticos del “susto” y el “ninguneo”, respectivamente, concluye con el siguiente párrafo: “Muchos se impresionan con los apellidos extranjeros o compuestos y ´ningunean` a quienes son simples peruanitos con nombres autóctonos. Es sobre la base de esta imposición postcolonial que la producción académica nacional no logra consolidarse institucionalmente, y es marginada y silenciada. Un estudioso nacional no debe estar ni sentirse obligado a escribir en inglés si desea participar en alguna instancia en el debate cultural o si busca apoyo financiero. Por ello, los principales responsables de esta situación, más que exhortar al diálogo, deben practicarlo” (pp. 136).

Este último párrafo cierra un arco de reflexión en el que se discute, desde un espacio temporal específico –literatura peruana desde mediados del siglo XX-, temas que recorren la historia cultural peruana desde la colonia: indios – españoles, criollos – andinos, nacional – internacional, cultura nativa – cultura occidental, modernos – posmoderno, etc. En efecto, en conjunto, los estudios revelan una adscripción a estos temas fundacionales de la tradición crítica peruana. Asimismo, a través de autores y temas tan canónicos como José María Arguedas y el mundo andino, Huamán participa de estas discusiones, asumiendo la posición ya marcada por José Carlos Mariátegui, Antonio Cornejo Polar y Alberto Flores Galindo. Tal vez más de un crítico, ya sea del “susto” o del “ninguneo”, o hasta de la “inocencia” lindando con la “estupidez”[1], pueda juzgar el libro como repetitivo y anacrónico. Una vez más evidenciarían sus complejos y carencia de sentido histórico, pues el efecto en los estudios es todo lo contrario. Por un lado, permite actualizar una agenda problemática tan vigente como la pobreza en el Perú. En este proceso, reflexiones como las siguientes: “El ´indigenismo` (…) está extirpando, poco a poco, desde sus raíces, al ´colonialismo`. Y este impulso no procede exclusivamente de la sierra. Valdelomar, Falcón, criollos, costeños, se cuentan (…) entre los que primero han vuelto sus ojos a la raza” (El proceso de la literatura peruana, Mariátegui, José Carlos. pp. 350. En: Siete Ensayos de interpretación de la realidad peruana. Lima, Biblioteca Amauta, 1989); “El indigenismo más valioso ofrece una revelación del mundo indígena y de su problemática concreta, pero, al mismo tiempo, se ofrece a sí mismo como una reproducción de las relaciones entre ese mundo y el resto de la sociedad nacional, y como una imagen legítima de los conflictos medulares de todo el sistema social peruano. En este sentido se puede afirmar que el indigenismo, como proceso de producción, es hasta hoy la más iluminante y sagaz trasmutación (sic) a términos específicamente literarios de la desintegrada índole de la sociedad peruana” (´El problema nacional en la literatura peruana`, Cornejo Polar, Antonio. En: Sobre literatura y crítica latinoamericanas. Caracas, UCV, 1982), adquieren nuevos sentidos e, incluso, se constituyen en horizontes para reflexionar problemáticas de impacto mundial y regional, como la globalización cultural, la posmodernidad, la narrativa de los años noventa, y otros temas.

Por otro lado, le otorga densidad a la posición intelectual desde la que Huamán enuncia su discurso: “La actitud intelectual que he intentado describir en estas líneas no creo que sea exclusiva de nuestra comunidad académica o intelectual, pero sí pienso ronda más frecuentemente en quienes como nosotros los docentes tenemos la responsabilidad ética de orientar a los jóvenes. Esencialmente por ello he estado, estoy y estaré siempre en contra de la ´crítica del susto` y rechazo rotundamente la tradición intelectual del ´ninguneo` que creemos responde a una matriz cultural más amplia, arraigada en nuestra sociedad: la cultura del tutelaje o el clientelaje que tanto en el terreno intelectual como en el político y social se traduce en cultos al caudillismo y defensas cerradas de intereses de sectas, clanes, grupos o panacas irreconciliables entre sí porque se asumen como las dueñas no sólo de la verdad sino del país, en desmedro de los hombres libres y críticos” (135-136).

De hecho, en el conjunto de estudios se pone de manifiesto esta posición, concordante con un sector de la crítica literaria nacional, el más lúcido y que mejores aportes ha realizado, que no claudica en su misión, casi monacal, de hacer del ejercicio crítico literario un acto ético, conciente de su tiempo y espacio, hundido, como decía Mijail Bajtín, en la vida social concreta.

[1] Me refiero a un lamentable artículo de Marcel Velásquez Castro llamado “Los siete errores de Mariátegui”, donde demuestra cómo fácilmente un crítico novato puede caer en juicios de tal inocencia, que ya lindan con la estupidez.

Fotos: [1] Miguel Ángel Huamán dictando cátedra; [2] Portada del libro reseñado; [3] José María Arguedas; [4] José Carlos Mariátegui; [5] Carlos García Miranda, Gisela González, Miguel Ángel Huaman, Miguel Maguiño, Marco Mondoñedo. En casa de Miguel Ángel.

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Notas sobre el Aloysius Acker, de Martín Adán


Así como la vida de Martín Adán (1908-1985), la trayectoria del recorrido editorial de Aloysius Acker es digna de un cuento de Borges: entre unos papeles y libros donados por el poeta Alberto Ureta a la Biblioteca Nacional, se halló un cuadernillo de poemas titulado Viaje Lineal. Entre los poemas se encontró uno llamado Aloysius Acker. Varios críticos de la época le dedicaron unas líneas. Poco después, su autor, Martín Adán, prohibió que se le incluyera en la antología que sobre su obra preparaba José Miguel Oviedo. Desde esa vez, todo lo relativo al poema estaría signado por el misterio y la leyenda. Su autor en una oportunidad dijo que no recordaba haber escrito ese poema. A duras penas un investigador, Ricardo Silva Santistevan, logró reconstruir unos fragmentos. Pero aún así, la génesis del poema continúa siendo un enigma. Además, habría que agregar las diferentes interpretaciones que vinculan el Aloysius con la muerte de uno de los hermanos de Martín Adán, con su amistad con el poeta mexicano Owen, y con la situación emocional que padecía en esa época. Como se puede observar, aquí también el problema de base se refiere a la identidad, aunque explorados desde la periferia del texto. Estrategia válida, pero insuficiente para fijar en el especio textual la problemática de la identidad latente en el poema. Nosotros lo abordaremos desde esta perspectiva.


Aloysius Acker (fragmento)

¡Aloysius Acker está naciendo
llenando de gritos la casa, el cielo!
¡Aloysius Acker está naciendo!
¡Aloysius Acker, hermano mío,
el hermano mayor, el hermano pequeño!
-¡Para ti son plumas todas las almohadas,
y con uno que no parece todos los sueños,
y con aire todos los caminos
y con voces todos los versos!
[...]

Mi identidad hostil, mi hermano verdadero
según seno incapaz de la propia natura!...
¡Ay, echado, nonato, el ternísimo cero
a cenagosa estrella de inmediata ternura!...
[...]

¿Quemaré la casa paterna?... ¿partiré de la patria?...
¿Seré un monje en un monasterio?...
¿Me echaré a marear, tatuado, barbudo, descalzo,
en el último de los veleros?...
¡Todo me es igual, Aloysius Acker!...
¡Sólo tú me eres idéntico!
[...]

Cómo morirá el que nunca ha vivido,
el hermano mayor, el hermano pequeño!...
Y cómo morirá tu hermano Aloysius Acker,
yo, el hermano mayor, el hermano pequeño!...
No más. Es necio.
Hemos de ser vivos.
Nada es más allá de nuestro juego.
Y aquí estamos, en la vida y en la muerte,
entre tanto vivo, sobre tanto muerto.
El que no eres tú, no es nadie.
El que no eres tú, es alguien,
Aloysius Acker.
Me basta andar contigo
en un mismo suelo,
en un mismo paso.
Me basta correr a comer contigo
con el mismo hambre, en el mismo plato.
hasta acariciar al niño
y sentirme con el otro extraño.
El otro nos odia.
El otro no tiene hermano.
El otro es el que se embriaga el sábado.
El otro es el canta misa.
El otro es un muchacho.
El otro es una vieja.
El otro eres tú y soy yo, si nos separamos.
¡Aloysius Acker ha nacido!
¡En todo instante está naciendo!

Tú eres el que me es idéntico.
Naces de mí como el desconocido
que tanto amamos en los sueños,
que siempre conocimos en los sueños,
que es uno mismo en los sueños.

De mí te apartas y eres como la imagen
en el espejo.
¿Cuándo no eres yo mismo Aloysius Acker?
el esperado, el compañero,
el que me sorprende, el que no conozco,
aquél por quien soy alguno y muero.

El que no eres tú es el otro,
el cavador del cementerio,
el taquígrafo, el mecanógrafo,
el que me espanta, el que no temo.
¡Vivir es estar tú cogido de mi mano!
¡Vivir es estar yo cogido de tu mano!
A veces te sueltas;
y andas solo por la ciudad y el campo!

Un primer acercamiento a Aloysius Acker nos permite reconocer en él tres secuencias narrativas. La primera se desarrolla entre los fragmentos 1, 2, y 3. En ellos, el yo nos revela el “nacimiento” de Aloysius Acker. Asimismo, se presenta a Aloysius como una presencia esperada “Ya estás entre nosotros”, reza unos de los versos. También se configura como un ser muy cercano al yo. En varios momentos el yo se refiere a él como hermano. Más aún, en el tercer fragmento la frase “naces en mí como el desconocido/ que tanto amamos en los sueños”, revela un mayor acercamiento.

Por otro lado, en el poema se configura un espacio escenográfico íntimo. Los versos “llenando de gritos la casa”, “el padre, la madre, la silla, el perro!” y el ya mencionado “naces en mí”, fijan este espacio a través de los conceptos casa/ familia/ útero. La segunda secuencia narrativa está integrado por los fragmentos 4, 5, 6, 7, y 8. En esta secuencia Aloysius Acker se muestra a plenitud. Ya ha nacido. Asimismo, el yo entra en un juego de relaciones identitarias con Aloysius Acker. Este juego está marcado en los versos “Yo no soy yo. Tú eres yo/ Y tú mueres. Y yo muero”, “Sólo tú me eres idéntico”. No existen marcar directas del espacio escenográfico, aunque en los versos se denota la misma atmósfera íntima de la secuencia anterior. La tercera secuencia se desarrolla en los fragmentos 9, 10, 11, y 12. En él el yo se presente como el doliente ante la muerte de Aloysius Acker. “¡El no nacido, el no engendrado, muerto!...”, “Flores, lágrimas, candelas,”, “Y por ti no llora el perro; / Y por ti no aúlla la madre”, revelan ese sufrimiento.

En estas secuencias la relación del yo con Aloysius Acker va transformándose en sus recorrido. Al principio el yo se muestra diferente de Aloysius, pero, ya desde el fragmento 3, y, en especial, el fragmento 6, se establece un reconocimiento del yo en Aloysius. Y, finalmente, en la última secuencia, vuelve a plantearse una distancia entre el yo y Aloysius. Evidentemente, Aloysius, en este juego de relaciones identitarias, problematiza el concepto de identidad personal. Una problemática que coincide con las planteadas por Paul Ricoeur. En efecto, en el libro Sí mismo como otro, Paul Ricoeur plantea una doble interpretación del concepto de identidad. De un lado, relaciona la identidad con lo “idéntico” (idem), y de otro, con el “sí mismo”(ipseidad). En este proceso, Ricoeur se propone liberar en la identidad la parte inquieta de "si mismo" de la parte opaca de lo "idéntico”. La empresa de Paul Ricoeur resulta ejemplar, pues no se propone únicamente la deconstrucción del uso de "identidad" sino su verdadera reconstrucción filológica; demostrando, persuasivamente, que esta palabra que nombra (o renombra) al yo frente al lenguaje posee una historia no sólo intrincada sino procesal; una actualidad, por lo mismo, potencialmente abierta. Sólo se puede pensar la identidad, nos dice, desde su narrativa, esto es, desde su relato de construcción y autorreflexión.

En palabras de Ricoeur, “sin la ayuda de la narración, el problema de la identidad personal está condenado a una antinomia sin solución: o se presenta a un sujeto idéntico a sí mismo en la diversidad de los estados, o se sostiene, siguiendo a Hume y a Nietzsche, que este sujeto idéntico no es más que una ilusión sustancialista, cuya eliminación no muestra más que una diversidad de cogniciones, de emociones, de voliciones. El dilema desaparece si la identidad entendida en el sentido de un mismo (ídem), se sustituye por la identidad entendida en el sentido de sí-mismo (ipse); la diferencia entre ídem e ipse no es otra que la diferencia entre una identidad sustancial o formal y la identidad narrativa. La ipseidad puede sustraerse al dilema de lo Mismo y de lo Otro en la medida en que su identidad dinámica en una estructura temporal conforme al modelo de identidad dinámica fruto de la composición poética de un texto narrativo. El si-mismo puede así decirse refigurado por la aplicación reflexiva de las configuraciones narrativas. A diferencia de la identidad abstracta de lo Mismo, la identidad narrativa, constitutiva de la ipsiedad, puede incluir el cambio, la mutabilidad, en la cohesión de una vida”.

Siguiendo a Ricoeur, diríamos que las transformaciones narrativas del yo con respecto a Aloysius se explican a través del concepto de identidad entendida como ipsiedad, es decir, como el cambio de la relación identitaria que establece el yo con respecto a sí mismo, y a Aloysius, que es un manifestación del yo. En efecto, desde esta perspectiva, Aloysius Acker no constituye un Otro, como algún psicoanalista podría pensar, sino una prolongación del yo, realizado por las marcas temporales que el poema presenta en su recorrido narrativo. Aloysius no es otro, porque su identidad no es abstracta, es decir, inmutable, sino que se trasforma, se narrativiza. De esta manera adquiere sentido el juego de relaciones identitarias que se plantean en el poema. Un juego que se estructura a partir de la noción de identidad como si-mismo. La que, según Ricoeur, permite la refiguración del yo y de Aloysius en cada lectura.

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Lima bajo la pluma de Julio Ramón Ribeyro

Conocí a Julio Ramón Ribeyro a inicios de la década del noventa. Con unos amigos de la universidad fuimos a verlo a su piso de Barranco. Él nos recibió muy cortesmente y charló con nosotros unas dos horas. Al final pude confirmar varias cosas: que ya no fumaba, que le gustaba ir a beber codo a codo con los parroquianos de Balconcillo, que aún no entendía por qué Vargas Llosa le había quitado la palabra, y, sobre todo, confirmé que era una de las plumas más pesadas de la literatura peruana: el mundo de los mudos era su mundo. Va aquí mi opinión sobre algunos de los temas que conversamos aquella tarde en el balcón de su casa bajo el cielo plomizo de Lima. Va aquí la palabra de otro mudo.



El presente ensayo trata de explicar cómo es que las transformaciones urbanísticas y sociales ocurridas en la ciudad de Lima en la década del cincuenta fueron procesadas en la narrativa de Julio Ramón Ribeyro. Nos centraremos en Los geniecillos dominicales, novela temprana que tuvo varias ediciones. La primera data de 1963, y fue editada con motivo del premio de novela del diario Expreso. Esta edición adolece de varias erratas y de mutilaciones del texto, al grado que algunos críticos, como Antonio Cornejo Polar, descalifican para cualquier lectura atenta de esta obra. Una segunda data del 1973, y fue editada, corregida y aumentada, por la editorial Milla Batres. Y la más reciente data del 2001, y fue producida por editorial Peisa. Esta edición es la que utilizamos en nuestro análisis y citas textuales.

I. RECEPCIÓN CRÍTICA

De entre la gama de interpretaciones que ha tenido la novela desde su publicación, quisiéramos destacar dos: la de Antonio Cornejo Polar y la de Peter Elmore. Del primero, titulada Los geniecillos dominicales: sus fortunas y adversidades, forma parte de su volumen La novela peruana. Destacamos de su interpretación la manera cómo aborda el tema de la ciudad de Lima. Dice Cornejo Polar:

Mediante acotaciones muy breves y eficaces, siempre suficientes, el narrador define el carácter social de cada zona: Miraflores hospeda a las clases altas, Santa Beatriz a la pequeña burguesía, mientras La Victoria o Surquillo aparecen como zonas populares que acogen también a una población lumpen en sus cantinas y burdeles. Pese a que esta estratificación es constantemente puesta de manifiesto por el narrador, que a veces hasta la usa simbólicamente, como al anunciar el cambio de domicilio de Ludo, de Miraflores a Santa Beatriz, con lo que expresa la decadencia social del protagonista y su familia, lo cierto es que éste y sus amigos se desplazan por todas las zonas y frente a cada contorno adquieren una excepcional aptitud mimética. Se pasean con soltura por una kermese miraflorina o ingresan sin titubear en los peores bares de Surco (Cornejo Polar, 1989: 121).


Dos aspectos subraya Cornejo Polar: por un lado, las clases sociales están marcadas geográficamente; y por otro, los personajes tienen la propiedad de mimetizarse en todas las zonas y clases sociales. Lo primero resulta interesante en la medida que revela la manera cómo se “encarna” la percepción de clases sociales en la novela. En efecto, a lo largo de la narración se hace evidente que basta pasar de Miraflores o Santa Beatriz a Surquillo o La Victoria para que todo el sistema de valoración cambie. La imagen central de la zona de Miraflores está ligada a la familia, la tradición, la gente “blanquita”. A su vez, en las zonas periféricas como La Victoria la imagen dominante es la de los burdeles, bares, prostitutas y delincuente. Ascenso social y decadencia, civilización y barbarie, son los símbolos a través de los cuales se establecen las jerarquías de estas zonas. Por otro lado, los personajes, sobre todo los centrales, como Ludo Tótem y Pirulo, tienen la capacidad, como dice Cornejo Polar, de desplazarse por todas las zonas. De hecho, esta capacidad habría que entenderla como una necesidad estructural en la novela. Es necesario que los personajes puedan desenvolverse en diferentes zonas para poder dar cuenta de ellas, pero eso no altera las jerarquías sociales ligadas a la demarcación geográfica. A pesar de que Ludo Tótem pueda frecuentar los burdeles de La Victoria, esta zona no pierde su condición de lugar prohibido.

Por su parte, Peter Elmore en su libro Los muros invisibles, donde realiza un estudio muy interesante sobre cómo la narrativa peruana revela y participa en proyectos de nación modernos, ligados a la configuración geográfica de la ciudad de Lima, aborda de la siguiente manera el tema de la ciudad de Lima en Los geniecillos dominicales:


El espacio urbano en la novela [Los geniecillos dominicales] de Ribeyro es mucho más que un decorado, un escenario por el cual discurren los personajes. La Lima de Los geniecillos dominicales es un territorio dinámico en el cual se cruzan y confrontan la memoria nostálgica y el presente deteriorado, las presiones de la masificación y el impulso por preservar la individualidad, las clases privilegiadas y los sectores pequeñoburgueses o marginales. Ámbito semánticamente cargado, contradictorio, la ciudad ofrece a los sujetos una destructiva dialéctica en la que la aventura y la rutina son los dos polos de la experiencia vital; por eso, los actos que hacen progresar al argumento de Los geniecillos dominicales se presentan, sintomáticamente, bajo la forma de trasgresión. El trayecto de Ludo Tótem deviene, en esta línea, ejemplar: el estudiante de Derecho terminará por convertirse en delincuente. Sus incursiones al otro lado de Lima, a la zona de lo prohibido y clandestino, terminarán marcándolo con el estigma de la ilegalidad” (Elmore, 1993: 151).


La tesis puesta de manifiesto en la cita, y que discurre a lo largo del capítulo sobre Ribeyro, es que el destino de Ludo Tótem, sus desventuras, está ligado a la ciudad de Lima. Si Cornejo Polar había establecido que las clases sociales están marcadas geográficamente en la novela de Ribeyro, Elmore plantea que al cruzar “la zona prohibida” –paso de Miraflores a La Victoria-, Ludo Tótem habría de asumir todos los contenidos –degradación social, marginalidad, delincuencia- que se ha atribuido a esas zonas. A medida que Ludo Tótem se va introduciendo en los vericuetos laberínticos del centro de Lima, llevando papeles judiciales por el jirón Azángaro, o dejándose seducir por la embriaguez en sus noches de bar y burdeles en La Victoria, Surquillo y el Callao, va perdiendo su condición de joven estudiante de Derecho, hijo de buena familia, y habitante del acomodado distrito de Miraflores.

II. LA ARCADIA COLONIAL

Estas dos tesis: las clases sociales se demarcan geográficamente, y los sujetos se transforman al entrar en contacto con determinadas zonas geográficas, necesitan algunas precisiones. Primero que en la novela la demarcación se realiza desde un lugar de enunciación. Este lugar es el de la arcadia colonial. Entiendo la arcadia como una construcción ideológica que tiene como característica central la idealización de un referente, que puede ser inexistente, como el paraíso terrenal o El dorado, o también remoto, como el mundo prehispánico o la colonia.

En nuestro caso corresponde con una idealización del pasado colonial, que se articula a través de figuras como la tradición, el buen nombre, la familia y la dinastía. En la novela, la arcadia colonial está representada por el distrito de Miraflores, fundamentalmente. Es desde esta construcción ideológica que se procesa los rasgos de aquellas zonas marginales a las de la arcadia. Como ocurre en las historias míticas ligadas a formaciones ideologías como la arcadia colonial, en donde las zonas de frontera son presentadas como bosques encantados, desiertos llenos de salvajes, o montañas habitadas por gárgolas, la ciudad de Lima de los años cincuenta es presentada como un cuerpo amorfo, laberíntico, extraño, lleno de seres grotescos. Veamos algunos ejemplos: “ […] la gente que anda a su lado es fea, que hay multitud de bares con olor a chicharrón y que los avisos comerciales, tendidos en las estrechas calles de balcón a balcón, convierten el centro de Lima en el remedo de una urbe asiática” (Ribeyro, 2002: 3); “Y una población horrible, la limeña, la peruana en suma, pues allí había gente de todas las provincias. En vano buscó una expresión arrogante, inteligente o hermosa: cholos, zambos, injertos, cuarterones, mulatos, quinterones, albinos, pelirrojos, […] Eran los rostros que había visto en el Estadio Nacional, en los procesiones. En suma, una raza que no había encontrado aún sus rasgos, un mestizaje a la deriva. Había narices que se habían equivocado de destino e ido a parar sobre bocas que no les correspondían. Y cabelleras que cubrían cráneos para los cuales no fueron aclimatados. Era el desorden” (Ribeyro, 2002: 102).

La noción de Lima como un cuerpo adquiere relevancia por dos motivos. Por un lado, porque nos permite enfocar la novela en el marco de una relación de alteridad: el yo, que sería los discurso de la arcadia colonial, y el otro, los contendidos sensoriales de la Lima de los cincuenta. Y por otro, porque si vemos la manera cómo se estructura la alteridad en la novela, encontraríamos que reproduce la manera cómo los discurso de la modernidad han proceso la otredad. Estos discursos tienden a incorporar al otro como un sujeto subalterno, vaciando en él contenidos opuestos a los del yo. Por ejemplo, la manera cómo en el discurso de Cristóbal Colón se inserta, bajo el rótulo de salvaje, al nativo americano en su famoso Diario de abordo. O el indio mudo, flojo y perdido en el tiempo de José Santos Chocano y Ventura García Calderón.

Estos procesos de racionalización del otro, nos lleva a detenernos en la tesis de Peter Elmore: los sujetos se transforman al entrar en contacto con determinadas zonas geográficas. En la novela a medida que Ludo Tótem se inserta más en los barrios de las zonas “prohibidas”, se va convirtiendo, por lo menos a nivel de acciones, en uno de ellos. La lectura que se ha dado a este proceso es sociológica. Es decir, al convertirse en delincuente, Ludo Tótem se ha degradado socialmente. Se ha perdido. Sin invalidar esta lectura, compartida por el grueso de la crítica, creo que es posible otra. Ubicándonos en el plano de las relaciones de alteridad que se producen en la novela, Ludo Tótem constituye el agente que racionaliza el cuerpo de la otredad. Lo hace desde un lugar de enunciación. El lugar del yo, estructurado bajo los marcos de la formación ideológica de la arcadia colonial. Ideología que articula las relaciones de alteridad del discurso moderno. Es decir, el otro adquiere sentido, se racionaliza, como negación del yo. De este modo, la imagen de Lima como un caos, como un cuerpo amorfo y grotesco, sólo es posible si se la contrapone a la imagen de la arcadia colonial. Se legitima en tanto contraste de los valores tradicionales de la Lima señorial. Así, como el héroe que cruza las fronteras del reino con el fin conquistar nuevos territorios, Ludo Tótem constituye un intento de racionalizar ese cuerpo amorfo, laberíntico, extraño, lleno de seres grotescos, que es la Lima de los años cincuenta. Si en el plano de la trama novelística –ligados a interpretaciones de corte social- el personaje fracasa, en otro plano, en el cual se presenta como un sujeto que racionaliza un espacio extraño y elusivo, pues tiene éxito. Al final de la historia, gracias a las incursiones del grupo de Ludo Tótem en las zonas prohibidas, tenemos una imagen de ella. Imagen ligada a figuras como la degradación, delincuencia, pobreza, suciedad, inmoralidad y otros valores opuestas a las atribuidas a la arcadia colonial.


III. EL PROYECTO GENERACIONAL

Dos aspectos más se pueden extraer de esta lectura. En principio, el tema de las transformaciones urbanísticas y sociales de Lima en los años cincuenta, central en Los geniecillos dominicales, no era un proyecto novelístico particular de Julio Ramón Ribeyro, puesto de manifiesto en su artículo “Lima, ciudad sin novela” (Ribeyro, 1975). Como admite Peter Elmore:

En la primera mitad de la década del cincuenta la ciudad solicitaba la atención de los narradores en ciernes. La irónica condescendencia del articulista [se refiere a Ribeyro y su artículo “Lima, ciudad sin novelista”], lo protege de toda solemnidad programática, pero no oculta en absoluto sus intenciones ni premisas. Lima no aparece como mera materia prima, como un referente espacial al cual la ficción tendría que darle forma. Por el contrario, el rápido sumario de Ribeyro hace evidente que la capital –o, para ser preciso, su realidad contemporánea- tiene ya en potencia la estructura de un texto: es, en suma, un teatro múltiple y versátil, poblado por personajes en busca de autor (es). No es la invención del pasado, que alimentó a las Tradiciones peruana de Ricardo Palma, lo que Ribeyro propone, sino el construir versiones realistas de la experiencia urbana. Ese proyecto es, precisamente, el que informará a Los geniecillos dominicales (1965), del propio Ribeyro, Conversación en la Catedral (1969), de Mario Vargas Llosa, y Un mundo para Julios (1970), de Alfredo Bryce” (Elmore, 1993: 146).

También se podría incluir a Enrique Congrains, Oswaldo Reynoso y Carlos Eduardo Zavaleta. En ese sentido de trataba de un proyecto generacional. Aunque cabría un análisis más pormenorizado, podría en este momento postular la tesis de que, en general, en el plano de las relaciones de alteridad, estos escritores participan de ese proceso de racionalización modernizante de esa otredad, que era la Lima de los años cincuenta. Así encontramos en sus textos la insistencia en construir imágenes que parten de elementos opuestos a las formaciones ideológicas de la arcadia colonial, como la marginalidad “rockanrolera” de los Inocentes, de Oswaldo Reynoso, o las barriadas de esteras de los cuentos de Congrains. En todo ellos, Lima es precaria, decadente, marginal.

Un segundo y último aspecto está relacionado con los efectos de las formaciones ideológicas puestas de manifiesto en la literatura. Una de las tesis centrales del libro Orientalismo, de Edward Said, es que Oriente es una construcción discursiva occidental. Los discursos modernos occidentales puestos a funcionar con fines colonizadores desde el siglo XVI, insertos en la producción literaria, “trabajaron” la imagen de hoy tenemos de Oriente: extraña, pagana, demoniaca, exuberante. Así, la literatura es presentada como un discurso nada inocente, sino parte de los mecanismos de los discurso de poder. Sobre todo la novela, constituye un elemento ideologizador por excelencia. Las consecuencias políticas y sociales con respecto a la India que extrae Said de esta tesis no vienen al caso en este momento. Me interesa relacionar su tesis con nuestro tema. Pienso que las imágenes que se formularon sobre la Lima naciente en los años cincuenta, de los nuevos barrios, los nuevos sujetos sociales, están marcadas por la manera cómo fue “trabajada” por los narradores de esas décadas. Tal “trabajo ideológico”, postula a estos narradores como sujetos colonizadores que en los años cincuenta y sesenta comenzaron elaborar imágenes de Lima en oposiciones a las formulaciones ideológicas de la Arcadia colonial. Incluso, puedo postular que en las dos últimas décadas hemos asistido a una etapa donde estas imágenes de Lima adquieren en la narrativa peruana la naturaleza de un género discursivo, en el sentido que otorga Mijail Bajtín a esta noción, de tal suerte que resulta imposible representar Lima y sus barriadas al margen de los tópicos e imágenes elaboradas por los narradores de la década del cincuenta.

Bibliografía.
Cornejo Polar, Antonio. La novela peruana. Lima, Horizonte, 1989.
Elmore, Peter. Los muros invisibles. Lima y la modernidad en la novela del siglo XX. Lima, Mosca Azul Editores, 1993.
Ribeyro, Julio Ramón. Los geniecillos dominicales. Lima, Populibros, 1965.
- Los geniecillos dominicales. Lima, Ed. Milla Batres [Bib. de Autores Peruanos], 1973.
- La caza sutil: ensayos y artículos de crítica literaria. Lima, Editorial Milla Batres, 1975.
- Los geniecillos dominicales. Lima, Peisa, 2001.

Fotos: [1]; Julio Ramón Riberyo en retablo fotográfico;[2] Julio Ramón Ribeyro;[3] Peter Elmore;[4] Ciro Alegría. José María Arguedas y Antonio Cornejo Polar;[5] Oswaldo Reynoso.

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Apuntes sobre Camilo Fernández Cozman y la crítica literaria en el Perú

Por diversas fuentes me entero que hace poco mi colega Camilo Fernández Cozman ha sido nombrado miembro de la Academia Peruana de la Lengua, viejo anhelo de mi estimado profesor sanmarquino, ahora por fin hecho realidad. Como una muestra de aprecio y consideración por sus logros, rescato de mi PC una reseña a su libro dedicado al poeta Rodolfo Hinostroza, escrita hace unos años y publicada en una revista universitaria de cuyo nombre no quiero acordarme. Por otro lado, mi nota también pretende ser una invitación a retomar algunos debates, un poco olvidados por tanto vedettismo intelectual y que en una época definieron las agendas de la crítica literatura en el Perú.



Parafraseando a T. Adorno, podemos decir que para muchos ha llegado a ser evidente que nada en la crítica y teoría literaria es evidente. Cualquier tesis, idea u opinión, se ha reducido solamente a eso: una, entre tantas otras teorías, ideas y opiniones. “Es tu lectura”, dicen muchos apelando a un relativismo extremo que convierte el hacer crítico y teórico en una práctica sofística. Más aún, esta práctica ha convertido a la disciplina en una especie de caverna neoplatónica. Una caverna donde, a diferencia de la de Platón, ya no hay filósofos que logren ver la luz. No hay verdades, sólo espectros discursivos.

Esta situación me sugiere la siguiente imagen. La teoría literaria es un hotel sin puertas ni ventanas donde cualquiera entra o sale a su gusto. Cientos de intelectuales transitan por sus pasillos. Por unas horas algunos se meten al cuarto de los deconstructivistas. Luego van al de los lacanianos, después al de los Estudios Culturales, foucaultnianos, y demás. Algunos, cansados de tanto ruido tratan de huir y se refugian en algún cuarto, cierran las puertas, tapian las ventanas y se vuelven narratólogos, neorretóricos, y hasta greimasianos. Sin embargo, este encierro inmanentista no los libra de nada. Los ruidos discursivos siguen atormentándolos tras las paredes y los techos.

Otros, también hartos de tanto ruido posmoderno, optan por salir del hotel y, desde la vereda de enfrente, tratan de entender, darle sentido a este hotel sin puertas. Estos últimos son los que enfrentan el hecho literario tanto desde una perspectiva textual como discursiva. En efecto, desde su óptica, el esfuerzo de la disciplina literaria debe estar orientado a desarrollar una teoría que relacione texto y discurso.

En varios niveles, la producción crítica desarrollada por Camilo Fernández Cozman revela un esfuerzo por participar en este último debate. En efecto, tempranamente, en Las ínsulas extrañas de Emilio Adolfo Westphalen (Naylamp Editores, Lima, 1990), Fernández Cozman pone de manifiesto esta intención al enfrentar la complejidad de la poesía westphaliana desde dos puntos de vista: la metacrítica y el análisis textual. La primera, referida a la discusión de la crítica en torno a la obra del poeta de Abolición de la muerte y su relación con el surrealismo; y la segunda, orientada a interpretar su poética fijando en el texto algunos elementos de la teoría de los arquetipos del psicoanalista Carl Jung. En su segundo libro Las huellas del aura. La poética de J.E. Eielson (Latinoamericana editores, Lima, 1996), Fernández Cozman profundiza el abordaje anterior, recurriendo a la neorretórica como base para el análisis textual y a la reflexión cultural en la línea de Walter Benjamin, uno de los más interesantes representantes de la Escuela de Frankfurt. Como bien señala Santiago López Maguiña en el prólogo, “este es un libro que ilustra muy bien lo que viene ocurriendo en el campo de los estudios literarios. Se privilegia la descripción, el análisis de textos, lo que no significa, sin embargo, que se desarrollen actividades cerradas, ciegas respecto a lo que tiene lugar afuera, en los contornos, en el contexto. Por el contrario, al tratar de determinar la significación, el sentido de los textos, los estudios literarios de hecho se ocupan de modos de percibir e imaginar que no son únicamente propios del campo de la literatura”.

En Raúl Porras Barrenechea y la literatura peruana (Fondo editorial de la UNMSM, Lima, 2000), Fernández Cozman se desprende del análisis textual explícito y desde una posición metacrítica “discute –cito- algunas hipótesis [sobre Porras] que han sido ciegamente aceptadas por la crítica del Perú”. Con una agresividad poco frecuente en su producción crítica, en el conjunto de ensayos que componen el libro, Fernández Cozman “pone en tela de juicio que Porras sea un hispanista tal como lo fue José de la Riva Agüero, y algunas hipótesis de Mario Vargas Llosa”. Al respecto dice nuestro crítico: “Vargas Llosa llama “arcaico” a Arguedas, pero en realidad el arcaico es él porque impone una racionalidad positivista de estirpe decimonónica”.

En el libro que ahora nos ocupa Rodolfo Hinostroza y la poesía de los años sesenta (Fondo editorial de la Biblioteca Nacional del Perú, Lima, 2001), Fernández Cozman engarzar texto y discurso en su reflexión sobre el poeta de Contranatura. Metacrítica, intertextualidad, neorretórica y pragmática, constituyen los ejes problematizadores del libro. Con ellos evalúa la recepción crítica que ha tenido Hinostroza en las últimas décadas, organizándola en periodos (enfoques parciales y visiones globalizantes); construye los horizontes de influencias poéticas y culturales que dominan su escritura (francesa e inglesa); desarrolla un análisis retórico-figurativo de Consejero del lobo y Contranatura, poniendo énfasis en las figuras del discurso y los interlocutores; y finalmente, realiza una aproximación pragmática de Contranatura. Con esta última orientación, Fernández Cozman logra explicitar el carácter discursivo de la poesía de Hinostroza, estableciendo que en él se “percibe la crisis de los metarrelatos, dispositivos que legitiman determinadas acciones sobre la base de narrativas de efecto connotativo como la política o la religión o la moral, por ejemplo. Sin embargo –sigue-, en un segundo momento, trata de reconstruir la utopía desde una perspectiva distinta dando cabida a otras manifestaciones culturales que constituyen una crítica de la racionalidad instrumental. En otras palabras: “La especie humana/ persiste en el error, hasta que sale/ una incesante aurora/ fuera del círculo mágico”.

Volviendo a la imagen del hotel, diríamos que con Rodolfo Hinostroza y la poesía de los años sesenta, Fernández Cozman logra ubicarse con mayor seguridad en la vereda de enfrente y observar de manera más nítida las relaciones entre texto y discurso. Obviamente, esta posición crítica puede ser discutida tanto desde Derrida como desde Genette. Porque, al fin y al cabo, el tema de la relación texto y discurso no es más que una salida ante la crisis de los paradigmas teóricos, que no anula las otras posiciones sino más bien aviva su debate. En este punto la producción crítica de Fernández Cozman deja notar sus límites. Unos límites impuestos por el objeto de estudio de sus investigaciones: Westphalen, Eielson, Hinostroza. Estos objetos lo ubican en la posición del crítico, pero no en la del teórico. Fernández Cozman, instrumentaliza diferentes aparatos teóricos (Teoría de los arquetipos, neorretórica, pragmática) con los cuales da sentido al entramado del texto, pero no discute sus fundamentos. A lo mucho fuerza sus campos de aplicación. Evidentemente, esto último escapa a las exigencias de sus investigaciones, que las cumple de manera satisfactoria. Pero no hay que dejar de observar que estos aciertos pueden encontrar más de un reparo si dejamos la posición del crítico y pasamos a pensar el tema desde la perspectiva teórica. Más aún, si se entiende que, desde el formalismo hasta la deconstrucción, el debate sobre el texto y discurso se ha desarrollado en el ámbito de la teoría.

Esto último en realidad no es una crítica puntual a su trabajo, con cuyos resultados en general estamos de acuerdo, sino un reclamo. Una exigencia de alguien que no duda que su capacidad analítica puede contribuir en el debate sobre temas que desborda nuestro espacio disciplinario, y recorre diferentes áreas de las ciencias humanas.
Fotos: [1] Camilo Fernández Cozman; [2] Rodolfo Hinostroza; [3] Docentes de la Escuela de Literatura de San Marcos en la Casa Museo Raúl Porras Barrenechea.

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Narrativa peruana y la violencia en los años ochenta



En un recordado artículo fechado en 1986, Guillermo Niño de Guzmán escribió que, debido a los graves problemas sociales que aquejaban al país en ese momento, no era difícil comprender la amargura y desesperanza de su generación: una generación golpeada por hechos y sucesos que frustraron la realización de múltiples sueños e ideales, marcando implacablemente a sus miembros con el hierro del escepticismo y el desencanto.
Ese artículo resulta interesante porque plantea una visión en la que muchos escritores que se iniciaron esa década se reconocen. Según ellos, la década del ochenta es la década del desencanto. Y no les falta razón. Los ochenta, década del inicio de la subversión y de una de las peores crisis económicas e institucionales, tal vez sea uno de los más duros años de la historia republicana nacional. Según algunos artículos de la época, el Perú nunca estuvo tan cerca de desintegrarse como nación. Asimismo, es la década donde muchas representaciones elaboradas en el espacio literario, como Bruno Aragón de Peralta y Rendón Willka, personajes emblemáticos de Todas Las Sangres, de José María Arguedas, empiezan a tomar cuerpo en la vida social. Es decir, a ser reconocibles en la vida política del país. ¿Acaso Abimael Guzmán no se parece a Bruno Aragón de Peralta, y cualquier líder comunero o militante senderista alguna semejanza con Rendón Wilka? De hecho, hay ciertos paralelismos entre el paternalismo mesiánico del personaje arguediano (Bruno Aragón de Peralta) y la conducta del líder senderista, así como la opción política asumida por Rendón Wilka y los líderes regionales del PC del Perú.


Pero paradójicamente, en el momento de su aparición, estas representaciones se diluyeron, cual pompas de jabón. En efecto, debido a la forma cómo se desarrolló la subversión, ambas figuras, antaño símbolos de las utopías esperanzadoras para cierto sector de la sociedad, rápidamente se deterioraron, y con ellas todo lo que su carga simbólica implicaba: las izquierdas, las luchas populares, el mundo andino, etc, etc. Fue como si una gran estatua de arcilla modela durante muchos años al ser develada al público se cayera al piso, haciéndose añicos.
¿Y cómo respondieron los narradores del ’80 a estos procesos? Dentro del corpus de escritores que surgieron en esa década se puede distinguir dos líneas. En la primera estarían aquellos narradores que rehuyeron tratar el tema de subversión directamente. Uno de ellos es Guillermo Niño de Guzmán, quien, tanto en su primer libro Caballos de medianoche (1984) como en Una mujer no hace un verano (1995), logra desarrollar una escritura que le permite inserta en la narrativa peruana una serie de temas vinculados no al plano social, sino a los del individuo enfrentado a sus propios obsesiones y dramas. Otro escritor con el que guarda más de una similitud es Alonso Cueto, que se inició en la narrativa un año antes que él con su libro de cuentos La batalla del pasado (1983). Cueto, al cuidado del estilo de Niño de Guzmán, agrega la atmósfera cosmopolita y el desarrollo de las temáticas propias de la “novela negra”. Junto a él, también se adscribe al culto de la novela negra Fernando Ampuero. Asimismo, Carlos Calderón Fajardo es otro escritor que, iniciándose en los marcos del neorrealismo con su libro de cuentos El que pestañea muere (1981, cuentos), desembocó en la novela negra con La conciencia del límite último (1990, novela corta), y en esa especie de horror gótico que es El viaje que nunca termina (1993, novela corta).


En la segunda línea estarían los que explícitamente trataron el tema de la subversión. Es el caso de Luis Nieto Degregori, quien desde sus inicios con Harta cerveza y harta bala (1987, cuentos) se inclinó por el cuento de corte social, desarrollando historias que giran en torno al fenómeno subversivo en el Perú. También está Dante Castro, tal vez el que con mayor insistencia a tratado este tema, incluso, hasta polemizando al final de la década del ochenta con Luis Nieto Degregori sobre “la relación escritor-sociedad y la elección del tema de la violencia en la narrativa peruana contemporánea”, en el desaparecido semanario Unicornio. Uno de los argumentos de Castro era que “las tareas principales de los escritores que se pretendan revolucionarios consiste en rescatar la vena popular del arte y la literatura, la cosmovisión del hombre del pueblo (...) No es tarea de revolucionarios el preciosismo estéril, -afirmaba Castro- mucho menos en la narrativa”. Parte de combate (1991), su segundo libro, está marcado por esa línea de acción, casi militante. Se trata de un conjunto de relatos que abordan la “guerra sucia” de la vorágine subversiva y antisubversiva iniciada en los ´80. Pero uno de los que llevó al límite esta línea de acción es Hildebrando Pérez Huarancca, autor de Los ilegítimos, conjunto de relatos caracterizados por la denuncia social. A esto nombres se podría agregar los de Julián Pérez, Jaime Pantigozo Montes, Zein Zorrilla y Walter Ventosilla, entre otros.

De esta manera, vemos que los narradores de los años ’80 respondieron al proceso de violencia subversiva de dos modos: algunos trabajaron de manera explícita el tema de la subversión, sobre todo a partir de 1986; y otros, comenzaron a explorar la intimidad de sus personajes: los deseos, las pasiones, las reflexiones de los individuos, su perspectiva del mundo y de sí mismos. Pero, en ambos casos, la construcción de sus mundos representados estaba signada por una visión subjetiva del entorno. En ese sentido, la atención de los narradores se desplazó de una visión crítica, casi sociológica, del entorno –como en los ´60 y ´70- a otra más individualista.
Por otro lado, las formas de representación en el plano de la ficción no sólo se circunscriben a las líneas arriba señaladas. También se dan líneas como las narrativas ancladas en la reconstrucción de trozos de las historias colectivas marcada por la violencia, como en Cordillera Negra, de Oscar Colchado Lucio, que narra desde la subjetividad de un narrador-personaje –Tomás Nolasco- la rebelión de Atusparia desencadenada en 1885 en el callejón de Huaylas; y en esa visión descarnada de las barriadas limeñas, como es Montacerdos de Cromwell Jara, también narrada desde la subjetividad de un personaje-narrador –Yococo- inmerso en la basura y la indigencia.


Estos elementos me llevan a pensar, a modo de hipótesis de trabajo, que en los ochenta se daría inicio a un proceso de subjetivación del imaginario social. Proceso que se haría más nítido en la década del ’90. En efecto, de la línea de Guillermo Niño de Guzmán y Alonso Cueto, saldrían autores como Mario Bellatín e Iván Thays; de la de Luis Nieto Degregori y Dante Castro, encontramos a una serie de autores que intentan dar cuenta del espacio urbano marginal, desarrollando una nueva versión del neorrealismo de los años sesenta, como es el caso de Óscar Malca, Sergio Galarza y Manuel Rilo, por señalar unos casos.

Esto último me lleva, también, a reflexionar sobre cómo es que la violencia subversiva ha impactado en el tejido de la narrativa en los últimos veinte años. Pienso, como Mijael Bajtín, que ninguna literatura puede aislarse de su contexto, que siempre algo de los temores, angustias, desgracias de la colectividad se filtra en sus temas y estructuras, y que decir lo contrario es engañarse, encerrarse en una burbuja discursiva como un autista. Lo que pasó durante estos últimos veinte años de algún modo está presente en nuestra literatura, no hay escapatoria posible.
[Fotos: [1] Miguel Gutierrez, Alonso Cueto y Fernando Ampuero; [2] Perros muertos colgados en postes públicos; [3] Luis Nieto Degregori, Rosas Paravicina y Carlos García Miranda, entre otros; [4] Guillermo Niño de Guzmán.