Narrativa peruana y la violencia en los años ochenta



En un recordado artículo fechado en 1986, Guillermo Niño de Guzmán escribió que, debido a los graves problemas sociales que aquejaban al país en ese momento, no era difícil comprender la amargura y desesperanza de su generación: una generación golpeada por hechos y sucesos que frustraron la realización de múltiples sueños e ideales, marcando implacablemente a sus miembros con el hierro del escepticismo y el desencanto.
Ese artículo resulta interesante porque plantea una visión en la que muchos escritores que se iniciaron esa década se reconocen. Según ellos, la década del ochenta es la década del desencanto. Y no les falta razón. Los ochenta, década del inicio de la subversión y de una de las peores crisis económicas e institucionales, tal vez sea uno de los más duros años de la historia republicana nacional. Según algunos artículos de la época, el Perú nunca estuvo tan cerca de desintegrarse como nación. Asimismo, es la década donde muchas representaciones elaboradas en el espacio literario, como Bruno Aragón de Peralta y Rendón Willka, personajes emblemáticos de Todas Las Sangres, de José María Arguedas, empiezan a tomar cuerpo en la vida social. Es decir, a ser reconocibles en la vida política del país. ¿Acaso Abimael Guzmán no se parece a Bruno Aragón de Peralta, y cualquier líder comunero o militante senderista alguna semejanza con Rendón Wilka? De hecho, hay ciertos paralelismos entre el paternalismo mesiánico del personaje arguediano (Bruno Aragón de Peralta) y la conducta del líder senderista, así como la opción política asumida por Rendón Wilka y los líderes regionales del PC del Perú.


Pero paradójicamente, en el momento de su aparición, estas representaciones se diluyeron, cual pompas de jabón. En efecto, debido a la forma cómo se desarrolló la subversión, ambas figuras, antaño símbolos de las utopías esperanzadoras para cierto sector de la sociedad, rápidamente se deterioraron, y con ellas todo lo que su carga simbólica implicaba: las izquierdas, las luchas populares, el mundo andino, etc, etc. Fue como si una gran estatua de arcilla modela durante muchos años al ser develada al público se cayera al piso, haciéndose añicos.
¿Y cómo respondieron los narradores del ’80 a estos procesos? Dentro del corpus de escritores que surgieron en esa década se puede distinguir dos líneas. En la primera estarían aquellos narradores que rehuyeron tratar el tema de subversión directamente. Uno de ellos es Guillermo Niño de Guzmán, quien, tanto en su primer libro Caballos de medianoche (1984) como en Una mujer no hace un verano (1995), logra desarrollar una escritura que le permite inserta en la narrativa peruana una serie de temas vinculados no al plano social, sino a los del individuo enfrentado a sus propios obsesiones y dramas. Otro escritor con el que guarda más de una similitud es Alonso Cueto, que se inició en la narrativa un año antes que él con su libro de cuentos La batalla del pasado (1983). Cueto, al cuidado del estilo de Niño de Guzmán, agrega la atmósfera cosmopolita y el desarrollo de las temáticas propias de la “novela negra”. Junto a él, también se adscribe al culto de la novela negra Fernando Ampuero. Asimismo, Carlos Calderón Fajardo es otro escritor que, iniciándose en los marcos del neorrealismo con su libro de cuentos El que pestañea muere (1981, cuentos), desembocó en la novela negra con La conciencia del límite último (1990, novela corta), y en esa especie de horror gótico que es El viaje que nunca termina (1993, novela corta).


En la segunda línea estarían los que explícitamente trataron el tema de la subversión. Es el caso de Luis Nieto Degregori, quien desde sus inicios con Harta cerveza y harta bala (1987, cuentos) se inclinó por el cuento de corte social, desarrollando historias que giran en torno al fenómeno subversivo en el Perú. También está Dante Castro, tal vez el que con mayor insistencia a tratado este tema, incluso, hasta polemizando al final de la década del ochenta con Luis Nieto Degregori sobre “la relación escritor-sociedad y la elección del tema de la violencia en la narrativa peruana contemporánea”, en el desaparecido semanario Unicornio. Uno de los argumentos de Castro era que “las tareas principales de los escritores que se pretendan revolucionarios consiste en rescatar la vena popular del arte y la literatura, la cosmovisión del hombre del pueblo (...) No es tarea de revolucionarios el preciosismo estéril, -afirmaba Castro- mucho menos en la narrativa”. Parte de combate (1991), su segundo libro, está marcado por esa línea de acción, casi militante. Se trata de un conjunto de relatos que abordan la “guerra sucia” de la vorágine subversiva y antisubversiva iniciada en los ´80. Pero uno de los que llevó al límite esta línea de acción es Hildebrando Pérez Huarancca, autor de Los ilegítimos, conjunto de relatos caracterizados por la denuncia social. A esto nombres se podría agregar los de Julián Pérez, Jaime Pantigozo Montes, Zein Zorrilla y Walter Ventosilla, entre otros.

De esta manera, vemos que los narradores de los años ’80 respondieron al proceso de violencia subversiva de dos modos: algunos trabajaron de manera explícita el tema de la subversión, sobre todo a partir de 1986; y otros, comenzaron a explorar la intimidad de sus personajes: los deseos, las pasiones, las reflexiones de los individuos, su perspectiva del mundo y de sí mismos. Pero, en ambos casos, la construcción de sus mundos representados estaba signada por una visión subjetiva del entorno. En ese sentido, la atención de los narradores se desplazó de una visión crítica, casi sociológica, del entorno –como en los ´60 y ´70- a otra más individualista.
Por otro lado, las formas de representación en el plano de la ficción no sólo se circunscriben a las líneas arriba señaladas. También se dan líneas como las narrativas ancladas en la reconstrucción de trozos de las historias colectivas marcada por la violencia, como en Cordillera Negra, de Oscar Colchado Lucio, que narra desde la subjetividad de un narrador-personaje –Tomás Nolasco- la rebelión de Atusparia desencadenada en 1885 en el callejón de Huaylas; y en esa visión descarnada de las barriadas limeñas, como es Montacerdos de Cromwell Jara, también narrada desde la subjetividad de un personaje-narrador –Yococo- inmerso en la basura y la indigencia.


Estos elementos me llevan a pensar, a modo de hipótesis de trabajo, que en los ochenta se daría inicio a un proceso de subjetivación del imaginario social. Proceso que se haría más nítido en la década del ’90. En efecto, de la línea de Guillermo Niño de Guzmán y Alonso Cueto, saldrían autores como Mario Bellatín e Iván Thays; de la de Luis Nieto Degregori y Dante Castro, encontramos a una serie de autores que intentan dar cuenta del espacio urbano marginal, desarrollando una nueva versión del neorrealismo de los años sesenta, como es el caso de Óscar Malca, Sergio Galarza y Manuel Rilo, por señalar unos casos.

Esto último me lleva, también, a reflexionar sobre cómo es que la violencia subversiva ha impactado en el tejido de la narrativa en los últimos veinte años. Pienso, como Mijael Bajtín, que ninguna literatura puede aislarse de su contexto, que siempre algo de los temores, angustias, desgracias de la colectividad se filtra en sus temas y estructuras, y que decir lo contrario es engañarse, encerrarse en una burbuja discursiva como un autista. Lo que pasó durante estos últimos veinte años de algún modo está presente en nuestra literatura, no hay escapatoria posible.
[Fotos: [1] Miguel Gutierrez, Alonso Cueto y Fernando Ampuero; [2] Perros muertos colgados en postes públicos; [3] Luis Nieto Degregori, Rosas Paravicina y Carlos García Miranda, entre otros; [4] Guillermo Niño de Guzmán.

btemplates

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es un post un tanto oportunista, no le parece profesor García? Ya estoy algo cansado de la literatura de la violencia, debería escribir solo sobre literatura

Anónimo dijo...

No me parece oportunista. Al contrario, este post da algunas luces para abordar el tema. Sobre todo con tantos escritores y críticos que están abusando de este tan espinoso.